Llega suavemente el otoño, con su dulce color de lo vivido, color de próximo pasado, de lo que será ausencia en los árboles, que guardarán como un tesoro su esencia adormecida para volver a vivir.
Huele a rojo y amarillo, a marrón, a castañas, a piñas en la hoguera, a naranjas, granadas y setas, a bufandas y mantitas, a calcetines, a abuelas, a calor, a casa.
Se van los pájaros, vienen otros, se van las hojas, otras nos cubren, como oleadas de vida, ajenas a nuestros pesares.
La naturaleza da lecciones de supervivencia constantemente, y si no nos bajamos del pedestal ni nos quitamos el abrigo de la soberbia, ni aprendemos que formamos parte de ella, que somos uno más, estaremos condenados a repetir errores cíclicamente, también. Solo que llevamos ya demasiadas oportunidades y se agotan los cartuchos de dispararse al pie.
Escribo todo esto porque mi jazmín, poco después de podarlo, ha echado dos brotes, y quiero pensar que es un mensaje, un aviso, un guiño de esperanza, y quiero aprender a ser naturaleza, aprender a adaptarme y sobrevivir como ella, ser brote.